Relatos del Combate Naval de Iquique

Relato del Cirujano de la Esmeralda Dr. Cornelio Guzmán


Una hora antes del combate toda la tripulación estaba en sus puestos y lista para romper el fuego. No se trataba de considerar la desigualdad de la contienda y la posibilidad del triunfo; se pensaba solamente en que los azares de la guerra colocaba a un grupo de chilenos en la situación mas brillante y difícil que es posible imaginar: dos blindados poderosos y veloces al frente de dos pequeños barcos de madera que enarbolaban la bandera tricolor. Primer torneo en que la desigualdad de las armas solo se podría equilibrar con el temple de los corazones. Toda la tradición gloriosa de la Marina chilena debía dar en esta ocasión sus frutos.

La sección de sanidad estaba instalada en la cámara de Guardias Marinas y la formaba el siguiente personal: el contador señor Oscar Goñi, el ayudante de cirujano señor German Segura, el despensero, el maestro de víveres, el practicante y boticario Castilla y cuatro enfermeros. A estos se agrego el ingeniero civil don Juan Agustín Cabrera, que en comisión del Gobierno se encontraba a bordo en calidad de pasajero, mientras pudiera regresar al sur. Este caballero pregunto al comandante Prat en que podría servir, quien le contesto: "Vaya Ud. a agregarse a la ambulancia". El señor Cabrera, que mas tarde fue mi muy apreciado amigo, encontró que carecía de condiciones para servir a los heridos, y por otra parte, el sitio en que estábamos nos obligaba a permanecer en la mas completa ignorancia de todo lo que pasaba en cubierta. Solicito entonces permiso para ir a hablar con el comandante. Esta vez se le ordeno que tomara un rifle. Mas tarde el contador fue llamado para atender a la destrucción de la correspondencia y de toda la documentación. De este modo mi personal quedo reducido en dos valores menos.

Se siente un cañonazo a distancia. En nuestro barco hay silencio sepulcral. El comandante Prat en el puente de mando, alza su voz para hablar a la tripulación, que estaba al pie de sus cañones. Yo desde mi puesto divisaba al comandante, que pálido y vestido de media parada, pronuncio con voz firme y clara su inolvidable arenga. Al escuchar a este hombre, todo mi cuerpo se conmovió, y me pareció oír una sentencia de gloria y muerte. Inmediatamente, el corneta dio la orden de romper el fuego, primero a estribor y después a babor. Ya este cañoneo terrible no ira disminuyendo sino hasta que los cañones se vayan inutilizando por su propio uso y también por los destrozos que el enemigo cause al buque.

Los primeros heridos que nos llegan lo han sido por metrallas lanzadas por el enemigo desde tierra. Todos son gravísimos, pues los cascos de granada les han penetrado en el cráneo, en el tórax, o en los miembros. Mas tarde van llegando los heridos por los cañones de a 300 del Huáscar. En este caso las mutilaciones son enormes y no hay vendaje posible; y hay tantos que no tenemos camas suficientes.

Las horas van avanzando, y ya nos llegan heridos a rifle, pues la distancia que separa las naves ha disminuido, y los destrozos son cada vez mas considerables. En medio de mi confusión sobreviene un accidente. Una granada de los grandes cañones del Huáscar ha penetrado en la cámara de oficiales y producido un incendio cuyo humo invade mi recinto y nos envuelve en una atmósfera irrespirable, molesta y penosa para los heridos. Afortunadamente la brigada de incendio trabajo con tanto orden y eficacia que muy pronto el foco de fuego fue extinguido. Luego se produce el primer ataque al espolón, conmoviendo nuestras naves y haciéndola crujir hasta los últimos remaches. Yo, que era novicio a bordo, no supe explicarme que cataclismo se había producido.

Un rumor corre por el entrepuente, rumor que se confirma: "El comandante Prat ha muerto"..."El teniente Uribe ocupa su puesto."

Este primer espolonazo ha sido dado en la vecindad del puente de mando, el espolón, penetrando en el costado del buque, ha quedado incrustado por algunos momentos, y en esta situación inesperada, Prat, llevado por esa fuerza irresistible que enciende el alma de los héroes grita. "¡ Al abordaje !", y salta el primero sobre la cubierta del enemigo, llevando en alta su espada de combate.

Mas, su voz es apagada por un estruendo de los cañones y no pudo ser oído en la confusión del combate. Solo el sargento Aldea y otro marinero(*), cuyo nombre ha quedado ignorado, acompañan a comandante a pisar la cubierta del Huáscar.

El cañoneo y el fuego de rifles no se interrumpe. En cubierta hay muchos heridos graves que no es posible transportar por falta de gente. Oigo decir que en cubierta se están organizando dos brigadas de abordaje; una, la de proa, al mando del teniente Serrano, la de popa al mando del teniente Sánchez. El oficial de entrepuente, Fernández Vial, me da a entender que el buque se ira pronto a pique, y que este listo.

En este momento el personal de las maquinas principia a abandonar sus puestos, porque el buque se esta inundando. El primer ingeniero ha muerto en cubierta al ir a comunicar al comandante el estado de su sección. El segundo ingeniero, señor Manterola, se me acerca y después de haberme mirado fijamente, me dice: "Doctorcito, yo quiero mucho a los médicos, una hermana mía es casada con el doctor Zorrilla, no se separe de mi porque el buque se va a hundir y yo soy un gran nadador".

Se produjo el segundo espolonazo, pareciéndome que el buque se habría y se despedazaba. Subí a cubierta y vi que el centinela que defendía la escotilla estaba muerto; mire al Huáscar, que estaría a unos 50 metros de distancia, y vi un grupo de marineros chilenos en el castillo de proa con sus armas en las manos; vi al teniente Serrano cuando con su espada levantada avanzaba hacia la torre enemiga.

Casi inmediatamente después de abandonar la cámara de Guardias Marinas estallo una granada, matando a todos los heridos, personal de ingenieros, mecánicos y fogoneros que habían llegado a la ambulancia. A mi generoso protector señor Manterola no lo vi mas. El único que sobrevivió de los que estaban conmigo fue mi ayudante Segura.

Avanzando sobre cubierta trate de orientarme, pues los cañones desmontados, los mamparos destruidos, la arboladura despedazada, la gran cadáveres horriblemente mutilados, la sangre mezclada al agua de las tinas de combate, que corría y se movía en cada vaivén del buque, todo aquel horrible cuadro que presentaba el aspecto de un matadero, hacia difícil la marcha. Por fin llegue al castillo de popa. Ahí estaba el comandante Uribe, que con revolver hacia fuego a una persona que se asomaba detrás de la torre del Huáscar, único ser viviente que se divisaba en el blindado peruano.

Toda la "Guardia de la bandera" ha muerto. El guardia marina Vicente Zegers, esta al pie de la bandera de combate, sólo y como un defensor heroico de nuestro pabellón. Aun dispara nuestra nave uno que otro cañonazo. El Huáscar se ha alejado un poco, pero continua haciendo fuego con sus grandes cañones. De repente observamos que el enemigo se dirige a toda fuerza de maquina hacia nosotros, como un toro furioso que embiste y al llegar dispara simultáneamente los cañones de su torre produciendo un formidable y ultimo choque. Me pareció que mi buque partía por mitad, y una ola inmensa nos cubrió y sumergió. No puedo decir hasta que profundidad hemos llegado. Yo, que soy gran nadador, nade con el intento de llegar a la superficie y de salir de la oscuridad en que me encontraba; luego vi una luz y una claridad. Miro a mi alrededor y veo que varias cabezas emergían casi al mismo tiempo, y también aparecían flotando una gran cantidad de tablones rotos, coyes y tinas de combate; sirviéndonos todo esto de ayuda para no sumergirnos nuevamente. Los sobrevivientes formábamos un circulo que permitía vernos las caras y reconocernos. Nos contamos, somos 37; en la mañana éramos 210.

El Huáscar queda como a 100 metros de distancia, y la ciudad de Iquique, bastante lejos. En esta critica situación permanecimos largo rato, tal vez media hora. Sin embargo, nunca dudamos que el buque enemigo nos socorriera. Efectivamente, se nos explico después que la tardanza en socorrernos fue debida a la compostura de los botes, destrozados por nuestros proyectiles.

Conducidos al Huáscar, y mientras desfilábamos los oficiales a la cámara del comandante Grau, vimos tendido sobre cubierta el cadáver de Prat. El guardia marina Zegers, que va junto a mi, le descubre el rostro, cubierto con un faldón de su levita, y yo pude ver una profunda herida por arma de fuego en la parte mas alta de su hermosa frente.

Una vez encerrados en la camada del comandante, se nos proveyó de un saco y de un pantalón de marinero, pues estábamos casi desnudos. Se nos dijo que el comandante Grau vendría a vernos. Efectivamente, a poco rato llega un marino de cierta corpulencia, no muy grande, ancho de espalda, de rostro tostado por la vida de mar, patillas a la española donde aparecen algunas canas. Ciñe espada, pero su aspecto es el de capitán de un buque mercante. Nos saluda con ademán cordial, nos felicita por nuestra conducta, y recordó que a alguno de nosotros había conocido en otra época en el Callao. Notando que estábamos sin zapatos, ordeno se nos proveyera.

Hemos quedado solos; el Huáscar se pone en marcha a toda fuerza con rumbo al sur. En estos instantes nos llamaron la atención unos quejidos y lamentos. Alguno de los nuestros creyó reconocer en ellos la voz de Serrano.

Como continuaran los quejidos, nuestro jefe, el teniente Uribe, se apresuro a solicitar la audiencia de algún oficial a fin de disipar nuestras sospechas y temores. Vino uno de ellos y dijo que efectivamente había un oficial chileno gravemente herido; y después de algunas consultas con sus superiores se accedió a lo solicitado, es decir, que el medico chileno fuera a atender a su compatriota.

Acompañado de mi ayudante Segura, fuimos conducidos a la cámara de oficiales, donde se me hizo esperar. Luego llego un oficial y me pregunto si yo era medico; y como viera que yo tenia el traje de marinero, penetro a su camarote y volvió con un vetón de brin blanco con insignias de oficial, de su uso personal. Me dice que mientras el vuelva vea a los heridos que hay en la cámara.

Tendido en la mesa de oficiales y cubierto con una sabana, esta el cadáver del teniente Velarde, oficial de señales del Huáscar, herido mortalmente por una bala que le rompió la arteria femoral en la región del triangulo de Escarpa. En los camarotes de los oficiales, encontré dos marineros negros, heridos, al parecer gravemente, y que ya estaban vendados.

Mientras tanto el tiempo pasaba y yo no podía ver a Serrano. Me dirigí inútilmente a los centinelas de los pasillos, mas estos nada sabían y les estaba prohibido hablar. después de una larga media hora de espera, un marinero nos conduce nuevamente al recinto donde están nuestros compañeros, a quienes referí todo lo ocurrido.

Para nosotros fue inexplicable esta cruel conducta, esta negativa injustificada a proporcionar un consuelo a un herido, que aunque fuera enemigo, ya tal vez seria un moribundo.

Pasando los años, ha corrido la voz, de origen peruano, que Serrano, mortalmente herido, concentro sus ultimas fuerzas y prendió fuego al camarote que lo encerraba. Esta seria entonces la única explicación para negarle la atención medica que al principio, sin dificultad, se había concedido.

Durante este tiempo, el Huáscar, que marchaba a toda fuerza de maquina con rumbo al sur, se detuvo algún rato. Esta detención correspondía a los momentos en que los buques enemigos se comunicaban en el sitio en que el blindado Independencia había encontrado su tumba: Punta Gruesa.

La pericia y resistencia desesperada con que el comandante Condell sostuvo ese desigual combate, le dio el hermoso triunfo, y corono con todo éxito la jornada del 21 de Mayo.

El Huáscar continuo su ruta al sur, persiguiendo con tenacidad y furia a la Covadonga, que victoriosa de la Independencia buscaba las aguas de Chile. La persecución parece abandonada, pues el Huáscar toma rumbo al norte. Nosotros no sabemos donde estamos e ignoramos lo ocurrido en Punta Gruesa.

El barco se detiene; Grau llega nuevamente a nuestro recinto no tan cordial como antes: la imagen de la Independencia varada lo tiene anonadado.

Nos dice que se ve obligado a dejarnos en Iquique, donde no estaremos muy bien, pues tiene que expedicionar al sur. "Alístense para bajar a los botes". Nosotros estamos listos ya que no poseemos mas que nuestros cuerpos.

Estando en los botes, el teniente Uribe mira a su alrededor en la bahía, y no divisando a la Independencia, pregunta por ella. Un oficial dice: "Luego llegara"

En el trayecto hacia el muelle de Iquique anocheció; desembarcamos en medio de un gran gentío que ocupaba todo el largo del muelle. Como los prisioneros llevábamos uniformes de marineros peruanos, el publico no se dio cuenta de lo que ocurría. Sin embargo, casi al termino de nuestro trayecto hay un altercado, un tumulto: creyéndolo chileno, han atacado de hecho al oficial peruano que nos acompañaba; creo que fue el teniente Díaz Canseco, quien murió mas tarde en la toma del Huáscar. Nosotros instintivamente nos agrupamos y apuramos el paso hasta llegar al edificio de la aduana, donde estaba el Estado Mayor. Desde ahí hemos oído grandes voces y gritos de la muchedumbre, que solo en ese instante se imponía que chilenos prisioneros pisaban suelo peruano. Los gritos de "¡Mueran los chilenos!" resonaban varias veces.

Se nos ha conducido a un grande y elegante salón; llegan algunos jefes, nos saludan y se retiran.. Estando yo en un extremo del salón, se me acerca un caballero que tiene aspecto de extranjero, me conversa con nerviosidad de las impresiones del día, me dice que toda la ciudad ha presenciado el combate y que el no puede todavía borrar de su vista el espectáculo de la destrucción a cañonazos de un barco que poco a poco lo ven desmantelarse, perforarse sus costados y desaparecer por ultimo de la superficie del mar. "Nosotros hemos creído, nos dice, que nadie ha podido salvar de semejante catástrofe, y por esta razón no hemos enviado embarcaciones a socorrerlos". Observando que yo no tenia camisa se despidió y al poco rato volvió entregándome un pequeño paquete: era una camisa.

Muy avanzada la noche fuimos conducidos entre dos filas de soldados, a un galpón de zinc que servia de cuartel a la compañía de bomberos "Austriaca2. Estamos incomunicados y rodeados de guardias. Nuestras camas son simples jergones; nos acostamos vestidos.

La jornada ha terminado, solo los oficiales estamos juntos; la marinería prisionera no la volveremos a ver mas.

Ahora vamos a experimentar las amarguras y tristezas de los prisioneros de guerra. La patria la divisamos muy lejos, y nadie podrá saber el fin de nuestra prisión.

La suerte de la Covadonga la creíamos igual a la nuestra, y como no había prisioneros, supusimos muertos a todos sus tripulantes.

El día 22 de mayo continuaron las visitas y saludos de los jefes del ejercito; entre estos llega uno de los jefes del batallón peruano Zepita, que dice: "Yo saludo a ustedes, que han sabido defender a su patria, mientras tanto ese infame More nos pierde la Independencia". Con semejante noticia quedamos trastornados. Muy pronto sabemos mas detalles: la Independencia varada y la Covadonga, aunque averiada, sigue viaje al sur.

Comprendemos inmediatamente el valor y la importancia de nuestro inmortal 21 de Mayo: la mitad de la Escuadra peruana esta destruida. Desde este momento quedamos felices y tranquilos; nada nos importaba la buena o mala suerte que nos depare el destino.

Sabemos que el sargento Aldea, que había recibido 12 balazos y a quien se le había amputado un brazo en el hospital de la ciudad, había muerto al amanecer del día 22; que el teniente Serrano había muerto el mismo día 21 de Mayo a las 3 de la tarde a consecuencia de una herida en el abdomen. Los cadáveres de Prat, de Aldea y de Serrano, fueron recogidos por el presidente de la Sociedad de Beneficencia Española, el señor Eduardo Llanos, quien les dio humilde sepultura en el cementerio de la ciudad.

El día 23 de mayo al amanecer, unos discretos y misteriosos golpecitos en el zinc de uno de los costados de nuestra prisión, nos llama la atención. Por un pequeño espacio abierto se nos introdujo, con mucho sigilo, unos cuantos panes y un tarro de leche condensada. Mas tarde supimos que la mano generosa que nos llevaba este primer alimento, ya que nada habíamos comido, era una señora chilena.

después de medio día llego a visitarnos el coronel Velarde, jefe del Estado Mayor. En la conversación pudo imponerse que nosotros no recibimos alimentos desde nuestra llegada. Inmediatamente salio, y pocos instantes después se nos servia comida preparada en el Club Social de la ciudad.

A fines del mes de Mayo, el general Prado, Presidente del Perú, que visitaba sus tropas, vino a vernos. Penetro a caballo en nuestro galpón, diciendo que por tener reumatismo en un pie no podía desmontarse. Reconoció al Guardia marina Wilson, a quien había conocido en Chile. Talvez como resultado de esta visita, fuimos trasladados algunos días después a una pieza del mismo edificio a donde llegamos la noche del 21.

En los primeros días de junio, el Cónsul ingles en Iquique nos entrego dinero que nuestro Gobierno nos enviaba. Con alguna dificultad principiamos a comprarnos ropa.

Siempre estamos incomunicados y encerrados en una sola pieza. El teniente Uribe ha conseguido algunas novelas inglesas que nos lee en altavoz y con tanta facilidad como si estuviera en castellano. Este es nuestro único pasatiempo.

En el transcurso de este mes hemos recibido correspondencia de Chile. Los primeros periódicos chilenos que pudimos leer fueron remitidos ocultamente por el almacén español "La Joven América". Era tanta la emoción que nos dominaba, que nadie pudo leerlos en voz alta, pues los sollozos apagaban las palabras.

Hemos recibido la primera visita del Jefe del Ejercito peruano, señor General Buendía. Hombre culto y agradable que trataba de ayudarnos en lo que podía. Nos refirió que en la campaña del año 38 había servido como capitán del regimiento chileno "Carampangue", a las ordenes del general Bulnes. Entre otras atenciones, recuerdo que nos mandaba por las noches agua resacada de su uso personal, pues la que nosotros bebíamos y la que bebía todo el pueblo, era salobre: La Escuadra chilena, que bloqueaba el puerto, impedía funcionar la resacadora. también nos visitaba el coronel Velarde, jefe del Estado Mayor. Este distinguido jefe, viendo una noche que no teníamos ropa de cama, nos mando frazadas, compradas con su peculio particular.

Entre penalidades y tristezas se va pasando el tiempo. A fines de este mes de Junio se recibió una carta y una orden del presidente Prado para que el guardia marina Wilson fuera trasladado a Arequipa. El joven oficial rehusó la generosa oferta declarando que quería compartir la suerte de sus compañeros y no separarse de ellos.

En la noche del 10 de Julio se sintió un fuerte cañoneo en la bahía, y algunos disparos cayeron en la población. Como a las dos de la mañana llego a nuestra pieza el general Buendía, un tanto agitado. Nos dice que con motivo del cañoneo el pueblo se ha amotinado y pedido nuestras cabezas. Ha sido necesario reforzar la guardia. Nos dice: "La situación de ustedes no es segura, he telegrafiado al presidente Prado para que los aleje de esta plaza. No estoy tranquilo pensando que bajo mi mando fuera a atacarse a los prisioneros de guerra. también les declaro que la canalla que me rodea me impide ser generoso con ustedes. Me llaman el general chileno, porque vengo a visitarlos.

A fines del mes en curso supimos la llegada del Presidente de Bolivia a Iquique. habíamos oído toques de diana y marchas militares que resonaban en el campamento peruano. Era el general Daza que revistaba las tropas, compuestas, según decían de 15.000 hombres.

Se nos anuncio que el general vendría a visitarnos, y muy pronto vimos llegar a un militar de aspecto ordinario, cubierto de bordados, de pantalón blanco y botas, grande de cuerpo, colorin, pecoso y rostro manchado, al parecer, por la viruela.

Venia acompañado de numeroso sequito, entre los cuales se encontraba un joven oficial que había sido compañero de Wilson en un colegio en Valparaíso. Daza nos saludo, nos miro con atención y nos pregunto si estábamos bien de salud y como se nos trataba; agregando: "Si ustedes hubieran estado en Bolivia, yo los habría tratado muy bien". Al retirarse el general con todo su Estado Mayor, el oficial amigo de Wilson quedo el ultimo, y volviéndose hacia nosotros, dijo sonriendo: "No le crean al general, si el los pilla los habría guillotinado".

Habiendo suspendido el bloqueo del puerto la Escuadra chilena, se noto gran movimiento en la ciudad; y una noche fuimos despertados de improviso, recibiendo orden de levantarnos y salir de nuestra pieza. Como dormíamos medio vestidos no tardamos en estar listos y ponernos en marcha entre dos filas de soldados, que nos condujeron al muelle y de ahí al transporte de guerra peruano Chalaco. Fuimos recibido con toda amabilidad por el comandante Reygada, quien nos condujo al elegante salón del vapor y nos dijo: "Aquí estamos entre camaradas, están ustedes en su casa". después de tres meses era la primera noche que dormíamos entre sabanas.

Y comenzó para nosotros una larga peregrinación. Pasando por el Callao y Lima, transmontamos la cordillera con un frío glacial y a 5000 metros de altura y llegamos a Tarma, en plena sierra, pequeña ciudad destinada a servirnos de prisión. Ahí encontramos al señor coronel don Manuel Bulnes con todos sus oficiales del Regimiento Carabineros de Yungay, prisioneros del Rimac.

A mediados de diciembre se nos da la gran noticia de que ha terminado nuestro largo y triste cautiverio, que hemos sido canjeados por prisioneros del Huáscar, y un tren directo nos conduce al Callao donde nos embarcamos en el vapor Bolívar, que nos condujo a Chile.

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